El capataz

Hola de nuevo, espero que esten todos bien. Les pido mil disculpas a los que me mandaron mensajes y todavia no les respondi, no es que no quiera, es que estos dias estuve bastante ajetreada... no por lo que ustedes imaginan degeneraditos... el trabajo, el estudio, el hogar, en fin, todo eso me insume demasiado tiempo y a veces se me complica poder hacer lo que me gusta. Pero prometo que ya estare respondiendo. Tenganme un poquito de paciencia. Aca va lo que vendria a ser algo asi como la continuacion del relato interior. Son cosas que me pasaron cuándo todavía era una bebota y estaba aprendiendo esto lindo que es el sexo. Como siempre espero que lo disfruten y que comenten para saber si les gusto... Besosssss y nos estamos viendo. 


Una vez más volvemos atrás en el tiempo y echamos una mirada a MIS MEMORIAS INTIMAS, jajaja, pomposo título para describir las experiencias de una adolescente con ganas de que se la garchen. 
A los 19 me puse de novia. Ignacio, “Nacho” es el nombre de quién supo conquistar antes que nadie mi corazón. Los que estuvieron antes, incluso mi tío Carlos, solo me aseguraban sexo y más sexo, nada para despreciar, pero Nacho fue algo más. Con él también había sexo, claro, y muy bueno, pero también amor, no menciono la pasión porque siempre que me acuesto con alguien lo hago con pasión, ya que el sexo sin ese sentimiento que nos inflama e incita pasa a ser algo mecánico y aburrido. Sin la pasión no somos nada, apenas un eslabón más en la cadena alimenticia. La pasión nos diferencia y nos exalta, la pasión nos hace humanos y sexuales, la pasión me hace ser la putita que soy. 
Ignacio era el hijo mayor de uno de los socios del estudio contable donde trabajaba como cadeta, tenía 21 años y estaba cursando la carrera de ciencias económicas para ocupar en algún momento un lugar junto a su padre. Pertenecía a una familia acomodada por supuesto y todos los que sabían de mi noviazgo me felicitaban ya que no solo se trataba de un muy buen chico, sino que también tenía por delante un futuro por demás promisorio. Claro que yo no pensaba en eso, ni siquiera imaginaba el día después, mucho menos se me pasaba por la cabeza llegar a casarme con él, me gustaba y sentía que lo quería, la pasábamos bien juntos, pero ser esposa no estaba en mis planes todavía. 
Para cuándo cumplimos seis meses aproximadamente, fuimos con su familia a pasar unos días en una estancia que tenían cerca de Brandsen. Era verano y los días estaban ideales para disfrutar del campo y el aire libre. Fueron dos semanas en los que nos divertimos sin siquiera imaginar que la ruptura estaba cerca. Pero eso ya se los contaré en otro relato, en este me quiero concentrar en lo sucedido en esos quince días, que permitieron que por primera y única vez le pusiera los cuernos a Ignacio. Quién habría de acompañarme en esta nueva aventura, sería, ni más ni menos, que alguien que contaba con toda la confianza de parte de la familia de mi novio. 
Reinoso era un hombre que ya estaba pisando los cincuenta años, morocho, de gruesos bigotes quemados en el centro por la brasa del cigarrillo, la piel curtida por el sol, el típico trabajador de campo, era el que cuidaba la estancia, una especie de capataz que hacía y deshacía a su antojo cuándo los dueños no estaban. 
La primera vez que lo vi fue cuándo llegamos, ya que nos recibió en la entrada, sin embargo en esa primera impresión no me llamo demasiado la atención. La segunda sería mucho más concreta. Nos habíamos pasado la mañana en la piscina, en cierto momento salgo para ir al baño y me lo cruzó en el camino, imagínense, yo iba de bikini, toda mojada, la mirada que me echo me hizo temblar. Jamás se me había pasado por la cabeza la idea siquiera de estar con otro hombre mientras era la novia de Ignacio, sobre todo porque con él me sentía plenamente satisfecha, cogíamos siempre que nos veíamos, y nos veíamos prácticamente todos los días. De ahí que la infidelidad no haya sido una opción, hasta entonces… 
Sentir aquella mirada sobre mi cuerpo, recorriéndome con lujuria, me hizo reconsiderar la situación. Además, se trataba de todo un hombre, no es que Ignacio no lo fuera, pero en Reinoso se percibía cierta potencia, cierto vigor que resultaba por demás estimulante. Fue entonces que decidí prestarle mucha más atención. 
Luego de la pileta me enrollé una toalla alrededor de la cintura y fui hacia uno de los establos, haciendo algo de tiempo hasta que fuera la hora de comer. Me acerque a un cerco y me quede viendo unos caballos que pastaban. En eso siento que me habla por atrás. 
-¿Te gustan los caballos?- me pregunta con una voz fuerte y varonil. 
Me doy la vuelta, me siento intimidada por su presencia, pero a la vez excitada. 
-Si, me agradan- le digo. 
Justo en ese momento, y como si fuera una señal del destino, uno de los sementales se monta a una yegua y revelando una erección impresionante empieza a servirla, todo esto frente a nuestros ojos. Ambos nos miramos y nos reímos. 
-Le quiero preguntar algo- le digo entonces -¿Conoce por acá algún lugar que sea tranquilo y apartado?, es que quiero estar un rato sola- 
Se me queda mirando por un instante, como evaluándome, tras lo cuál me indicó cierto paraje, a la orilla del río, en donde había unos árboles que aseguraban la suficiente intimidad como para pasar un buen rato a solas, sin molestias. 
-Gracias- le dije –Esta tarde me doy una vuelta por ahí- le sonreí y me fui, contoneándome lo más sensualmente que me fue posible, diciéndome a mí misma que ojala hubiera entendido el mensaje entre líneas que le había enviado. 
Luego de almorzar le dije a mi novio que iba a hacer la siesta, aunque en vez de rumbear para mi habitación me fui subrepticiamente hacia el lugar que el capataz me había indicado. Estaba bastante alejado del casco de la estancia, por lo que la discreción que buscaba estaba prácticamente asegurada. 
Llegué a la orilla del río y refugiándome entre unos árboles me dispuse a esperar. Ya llevaba un buen rato ahí cuándo escucho que un caballo se acerca. Era Reinoso. Al verlo me sonrío satisfecha de mí misma. Se baja del caballo, ata las riendas alrededor del tronco de un árbol y se me acerca. Lo espero entre ansiosa y expectante. 
-Me alegra encontrarte- me dice. 
-Y a mí que me hayas encontrado- le digo, fijando mis ojos en los suyos. 
No hace falta decir más, me toma entre sus brazos y me planta un beso que me enloquece, desesperada me cuelgo de su cuello, y me dejo absorber por esos labios que parecen querer devorarme. El sabor del tabaco invade mi paladar, lo saboreo en mi lengua, mientras comienzo a sentirme cada vez más agitada. 
Cuándo nos separamos me mira de arriba abajo, como no pudiendo concebir que esta pendeja sea tan puta, y me introduce dos dedos en la boca. Se los chupo sin necesidad de que me lo diga, pasando la lengua entre cada uno de ellos. Sus manos tienen un sabor extraño, son manos de trabajador, de hombre de campo, ásperas y rugosas. 
Todavía tengo la bikini puesta, cubierta apenas por una remera y una falda, enseguida me da la vuelta y me levanta la falda, se inclina frente a mí y de un fuerte tirón me baja la tanga casi hasta los tobillos. Lo siguiente que siento es su lengua deslizándose por la raya de mi culo, yéndose a enterrar directamente en mi apretado agujerito. Me puntea deliciosamente, tras lo cuál se desliza hacia abajo buscando la otra abertura, la más grande, la que ya esta chorreando de las ganas. Separo las piernas para ofrecerle una mejor perspectiva, entregándome por completo a ese hombre que me parece tan sensual e irresistible. Enseguida me doy la vuelta y levanto una pierna, apoyándola sobre uno de sus hombros, le agarro la cabeza con las dos manos para sostenerme y lo atraigo aún más hacía mí, haciendo que me chupe profundamente, siento su lengua deslizándose entre mis labios, sobre mi clítoris, sus bigotes me producen unas sensaciones deliciosas, unas cosquillitas irresistibles que me arrancan varias sonrisas. 
Cuándo se retira tiene la cara empapada con mi flujo vaginal. Se levanta y se desabrocha el pantalón, revelando frente a mí una erección fenomenal, de esas que dan ganas de adorarlas y rendirles pleitesía. Se la agarra y se pajea mientras no se pierde detalle de mi cuerpo. Me saco entonces la falda y la tanga de la bikini que me quedó enrollada en una pierna. Me pongo de cuclillas en el suelo y ahora soy yo la que se la agarra con una mano y lo pajea a la vez que le paso la lengua por sobre la cabeza. La tiene bien dura y mojada, y como suele pasar cuándo estoy frente a tales manjares, no puedo resistirme. De un solo bocado me devoro lo más que puedo, casi hasta la mitad de su imponente volumen, y aunque también resulta ser bastante gruesa además de larga, consigo contener un buen trozo en mi paladar, dejándolo por un instante ahí dentro, sin moverlo todavía. Me gusta sentirlo palpitar, tensarse, humedecerse, me gusta dejar que el sabor a pija se apodere por completo de mi boca, recién entonces empiezo a deslizarme en torno al mismo, chupándolo con todo mi empeño, sacándole el lustre que tal arma merece. 
Reinoso pone las manos en su cintura y se dedica a disfrutar la mamada entre plácidos suspiros, mirando a veces el cielo, otras la técnica que despliego sobre su portentosa herramienta. Desde abajo levanto la mirada y me encuentro con sus ojos, todavía tiene esa expresión de: “¡Que puta es esta mina!”. Eso me incita mucho más todavía. Sin dejar de mirarlo, bajo hasta sus huevos y se los chupo también, se los muerdo, se los mastico, para volver enseguida al plato principal, el que parece estar incluso mucho más duro que antes. 
Ya con la pija rebosante de vigor, el capataz me ayuda a levantarme y me empuja contra el tronco de un árbol, tanto o más ansiosa que él me inclino hacia delante, y le ofrezco en plenitud mis atributos posteriores. Desde atrás me apoya la pija en la entrada de la concha y me refriega el glande por todo lo largo, tras lo cuál lo encaja justo entre los labios y de a certeros y concisos empujones me la va metiendo, haciéndome aullar de placer a medida que lo sentía colmándome de carne y virilidad. 
-¡Siiiiiiiiiiiii… cogeme…!- le pedí, caliente a más no poder, ansiosa, desesperada. 
Me la metió y aferrándome de la cintura empezó a cogerme con todo, haciendo resonar mis nalgas con cada embestida. Me penetraba con un ritmo bestial, sin pausa alguna, sin darme ni un solo respiro, entrando y saliendo en toda su gloriosa extensión. Me gusta sobre todo sentir cuándo me llega hasta lo más profundo y rubrica cada embestida con un acentuado empujón que me estremece hasta lo más íntimo. Es delicioso, impactante. Entonces, sin dejar de penetrarme, me rodea con sus brazos y me atrae hacia él, estamos prácticamente de pie, por lo que tengo que arquear la espalda y levantar bien la cola para que la cogida sea plenamente efectiva, nuestros cuerpos están pegados, casi fusionados el uno con el otro, la unión de nuestros sexos no puede ser más íntima, más estrecha. Mientras se mueve contra mí me muerde las orejas, me mete la lengua en los oídos. 
-¡Puta… putita…!- me susurra excitado. 
Moviéndome con él, como si ambos fuésemos víctimas de un ataque de epilepsia en conjunto, deslicé una mano por entre mis piernas y le acaricié los huevos, me impresiona lo gordos que los tiene, y no solo eso, también están calientes, como si fuera un volcán a punto de entrar en erupción. Así, sin separarnos, como siameses del sexo, caemos en el suelo, por lo que aprovecho la situación para ponerme en cuatro patas, la cola bien abierta recibiendo aquellos vibrantes ensartes que me traspasan hasta el alma. Después me daría cuenta que a causa del porrazo que nos dimos al caer, se me lastimaron las rodillas, en ese momento no sentí nada, pero más tarde me arderían terriblemente. 
“Puta… putita…”, sus palabras resuenan en mi cabeza. 
-¡Si… soy tu putita… cogeme… rompeme todo…!- le digo, la voz quebrada por la excitación casi animal que me posee. 
Entonces, en un desborde de virilidad impresionante, se alza sobre sus piernas y montándose prácticamente sobre mis ancas empieza un bombeo incluso más intenso que antes. En ese momento viene a mi mente la imagen del semental y la yegua de aquella tarde, él es mi semental y yo su yegua, y me sirve con un frenesí enloquecido, llegándome casi hasta las entrañas con cada ensarte. 
Tras un buen surtido de metidas y sacadas, se tendió de espalda en el suelo, la pija bien parada, apuntando al cielo. Me senté encima, metiéndomela bien adentro, montándolo con todo mi entusiasmo, subiendo y bajando, acelerando de a ratos, quedándome quieta por momentos, hasta que entre exaltados suspiros me anunció que estaba a punto de acabar. 
-Quiero que me des toda tu leche- le dije a la vez que lo besaba efusivamente. 
No se opuso. Me cuidaba por lo que no tenía que temer por un posible embarazo, así que le seguí dando, hasta que sentí un violento caudal lácteo derramándose en mi interior. Mientras eyaculaba dentro de mí me abrazó con todas sus fuerzas y me chupó las tetas, mordiéndomelas, arrancándome unos gemidos por demás excitantes. Fue un polvo impresionante, tanto que hasta un buen rato después la leche del capataz seguía fluyendo por entre mis piernas. Cuándo volví a la estancia tuve que llenarme la tanga con toallitas íntimas para no andar manchando todo por ahí. 
Durante los siguientes días nos encontramos un par de veces más en aquel alejado paraje, volviendo a cogernos como aquella tarde, frenéticamente, como animales en celo, como una yegua y su semental, precisamente. 
Después volví a la ciudad y ya no lo vi más, ya que entonces rompí con Ignacio. Pero eso ya es materia de otro relato. Besitos y que la pasen lindo. 

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